Por Camila Inostroza Boitano, Jefa Departamento de Equidad de Género y Diversidad

El “pololeo” es un término coloquial chileno que implica la existencia de una relación romántica con algún grado de formalidad: es más formal que “salir” o “andar” y menos formal que convivir, la unión civil o el matrimonio. El criterio que define la formalidad o informalidad de una relación, ha sido el nudo crítico que ha generado la necesidad de legislar sobre las formas de ejercicio de violencia de pareja no amparadas bajo las figuras institucionales vigentes. Porque, sin importar las características específicas que delimiten una vinculación sexoafectiva, la violencia de género se puede producir igual.

En este contexto, emergen la Ley 21.212 (Ley Gabriela) que amplía la tipificación penal del femicidio, estableciendo las figuras de “femicidio por causa de género”, donde el asesinato se produce en razón del género y fuera de una relación afectiva, y el “femicidio íntimo”, que incorpora las relaciones de pareja sin convivencia (o informales); y la Ley 21.523 (o Ley Antonia) que indica que, si con ocasión de hechos previos constitutivos de violencia de género, una mujer cometiera suicidio, el agresor será sancionado como autor de suicidio femicida.

Ambas leyes son un avance sustancial, ya que generan garantías procesales, evitando la revictimización y la victimización secundaria. Sin embargo, no son suficientes. Porque si bien la violencia se expresa en casos específicos (personas, parejas), ésta no se puede comprender lejos de la reproducción social y la cultura. Los mensajes que se transmiten en el plano de lo simbólico, van moldeando las actitudes y comportamientos de las personas, entregando lineamientos sobre lo que se espera de cada una en la sociedad.

En este sentido, las Instituciones de Educación Superior (IES) tienen un rol sustancial en educar, promover vidas libres de violencia y prevenir situaciones como el acoso sexual, la violencia o la discriminación de género. Para ello, hoy contamos con la Ley 21.369 que regula las conductas ya mencionadas, entregando un marco normativo de acción, pero que también impulsa a las IES a comprender su rol como agentes de cambio, ya que la violencia en razón de género puede y debe abordarse desde los espacios sociales y educativos y no sólo como un problema individual.

Apuntar a crear sociedades que pongan en el centro el cambio cultural, implica hacernos cargo, como personas y como sociedad, de asumir que la violencia de género no es un problema individual. Todas y todos tenemos algún grado de responsabilidad en ello, y gran parte pasa por no guardar silencio. En este sentido, es importante dejar de responsabilizar a las víctimas, y comenzar a interpelar a quienes agreden. Menos “amiga date cuenta” y más “amigo, eso no se hace”.